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Juan Ortega y Pablo Aguado, antología de toreo deslumbrante y embriagador en Castellón – Toros

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La pancarta de “Cataluña es taurina” izada en tras romper el paseíllo levantó la primera ovación de la tarde. En la plaza estaba el maestro Luis Francisco Esplá, uno de los personajes invitados para reflexionar en el mismísimo Parlamento catalán el día de la vergonzosa prohibición. También hizo acto de presencia Vicente Barrera, vicepresidente de la Generalitat, morantista convicto y confeso, al lado de José Luis Aguirre, Conseller de Agricultura y de toda la plana mayor de VOX. Ojalá que con Barrera se consigan abrir las plazas de Villena o Játiva, que son “nuestras Barcelonas” cerradas a cal y canto por el fanatismo político de los anti. Ahora o nunca…

El segundo toro, bravo y con clase, con el hierro de Domingo Hernández, se quedó extasiado en el espléndido recibo de Juan Ortega. Lances de seda, muñecas de cristal: genuflexo y derecho, dibujó verónicas barrocas, muy cargada la suerte, de perfecta ejecución y estupendo dibujo. Luego quitó por chicuelinas de brazo alto y vuelo alado, parsimonioso el trazo: una belleza. Tras el puyazo, atemperada la bravura, le sopló tres verónicas más y una media inmensa de redondez y lentitud. El capote de Ortega ya valió la tarde a esas horas. De verde esmeralda y plata, Juan comenzó la faena con ayudados por alto y por bajo con pasmosa lentitud. Es imposible torear más despacio: inviable. El de pecho, memorable, no paró los relojes. Directamente, estallaron las manillas. El toro se fue viniendo a menos y la faena, sin cuajar, tuvo momentos de una belleza incalculable y de una perfección tangible. Pinchó. Da igual; mejor ver el toreo caro que ver pasear orejas baratas.

No hubo quinto malo. Ni bueno tampoco. El de Álvaro Núñez no acabó de romper. Ortega comenzó sentado en el estribo. Un trincherazo fue una obra de arte. Qué lástima que no le embista un toro a Juan Ortega. El día que le meta la cara un toro, cojan camisas de repuesto.

Pablo Aguado dejó verónicas de notable factura en su primero. Una línea más natural, las plantas asentadas, los talones hundidos. Aguado empapó de garbo el quite por Chicuelo. La mano baja, el vuelo más flamenco. El aire inconfundible de su sello. Enjundia y belleza tuvo el prólogo de Pablo. Rodilla en tierra, seducida la embestida. Una serie en redondo tuvo, uno a uno, su hondura. Y el de pecho soberbio. Y la siguiente serie, mejorada por la ligazón y culminada con un cambio de mano marca de la casa. Sonaba la Concha Flamenca. Faena bien cimentada con otro buen toro de Domingo Hernández. Aguado, como antes Ortega, perdieron el premio por culpa de la espada. Manejan mejor los quilates del toreo de orfebrería que los aceros en la suerte suprema.

El sexto fue toro pesador: 556. Mucha caja, poca cara. Comenzó a pesar el frío y el desencanto. Aguado muleteó con la ilusión del gentío por los suelos. Como estaban los índices de bravura, celo y entrega del toro.

El toro que rompió plaza era una belleza. Carente de emoción, sobrado de bondad. La armonía. Un zapato. Renqueante el toro. Morante firmó un trincherazo y un cambio de mano para coleccionistas de perlas. Con alfileres el de Álvaro Núñez, entre las rayas la faena de Morante, que lo trató con superlativa delicadeza. Se acabó rajando el burel. Detalles.





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